El llamado Salón Alto del Apeadero es el espacio que en los Reales Alcázares de Sevilla se destina a exposiciones temporales. Una sala de corte historicista, invadida por pilastras y arcos decorados con motivos heráldicos y techos pintados, a la que se accede por una escalinata del mismo carácter, que tenía que acoger una muestra de arquitectura moderna.
La prensa local calificó la muestra como “un iceberg en el Alcázar”, recogiendo de alguna manera la intención inicial del proyecto: hacer que el visitante, que llega a través de un recorrido de alguna manera iniciático, contemple lo que se presenta olvidándose del potente marco histórico-artístico donde se inserta.
La secuencia del visitante se organiza según una alternancia de espacios de luz y de sombra. Desde el apeadero, la pequeña puerta histórica ante la escalinata se dota de un volumen de vidrio retroiluminado que la enmarca, la amplia y ofrece necesario reclamo en el entorno del Alcázar, actuando de anticipo de la caja de luz en que va a convertir la sala superior. La escalera se ensombrece, y sólo un hilo de luz sobre su nuevo pavimento negro guía los pasos a la sala: la caja de luz donde ésta emana de sus paredes y techos en cuyos límites se muestran las fotografías y los planos. El último de los espacios es la caja negra de la habitación de proyecciones, con su antesala, en cuyas pareces, como una constelación, lucen los croquis de las obras en negativo.
El visitante no percibe fácilmente de donde procede la luz que lo baña todo. Sólo unas livianas luminarias cónicas sobre las maquetas resaltan el relieve y la materialidad de éstas dentro de difuso entorno blanco general.